Michel Tournier, en el relato La leyenda de la pintura (Medianoche de amor, Afaguara, 2002, Madrid) escribe:
“….Y como yo
no me expreso bien más que como narrador, le conté una parábola del sabio
derviche Algazel, más concretamente llamado Rhazali o Ghazali, arreglada un
poco a mi manera, como es lícito hacerlo en la tradición oral.
Érase una
vez un califa de Bagdag que quería hacer decorar las paredes del salón de honor
de su palacio. Hizo venir a dos artistas, uno de oriente y otro de Occidente.
El primero era un célebre pintor chino que nunca había dejado su provincia. El
segundo, griego, había visitado todas las naciones, y aparentemente hablaba
todos los idiomas. No era tan sólo un pintor. Estaba igualmente versado en
astronomía, física, química y arquitectura. El califa les explicó su intención
y confió a cada uno una de las paredes del salón de honor.
-Cuando
hayáis terminado –dijo- se reunirá la corte en gran pompa. Examinará y
comparará vuestras obras, y la que sea considerada la más bella le valdrá a su
autor una enorme recompensa.
Después,
volviéndose hacia el griego, le preguntó cuanto tiempo necesitaría para
terminar el fresco. Y misteriosamente, el griego respondió: <<Cuando mi cofrade chino haya
terminado, yo habré terminado.>> Entonces el califa interrogó al chino, que pidió un plazo
de tres meses.
-Bien –dijo
el califa-. Haré dividir la habitación en dos con una cortina a fin de que no
os molestéis mutuamente, y volveremos a vernos dentro de tres meses.
Pasaron los
tres meses y el califa convocó a ambos pintores. Se volvió hacia el griego y le
preguntó: <<¿Has terminado?>>. Y, misteriosamente, el
griego respondió: <<Si mi cofrade chino
ha terminado, yo he terminado.>> Entonces el califa interrogó a su vez al chino, que
respondió: <<He terminado.>>
La corte se
reunió dos días después y se dirigió en pleno hacia el salón de honor con el
fin de juzgar y comparar ambas obras. Era un magnífico cortejo en el que se
veían vestidos bordados, penachos de plumas, joyas de oro, armas cinceladas.
Todo el mundo se reunió primero al lado de la pared pintada por el chino. Qué
grito de admiración. El fresco presentaba un jardín de sueño plantado con
árboles en flor, con pequeños lagos en forma de alubia cruzados por graciosas
pasarelas. Una visión paradisíaca de la que los ojos no se cansaban nunca. Era
tan grande el encantamiento que algunos querían que se declarase al chino
vencedor del concurso, sin siquiera echarle un vistazo a la obra del griego.
Pero
enseguida el califa ordenó correr la cortina que separaba la habitación en dos,
y la multitud se volvió. La multitud se volvió y dejo escapar una exclamación
de maravillado estupor.
¿Qué había
hecho el griego, pues? No había pintado nada en absoluto. Se había contentado
con colocar un amplio espejo que empezaba en el suelo y subía hasta el techo. Y
por supuesto aquel espejo reflejaba el jardín del chino hasta en sus mínimos
detalles. Pero entonces os preguntaréis, en que era más bella y emotiva que su
modelo aquella imagen? Pues en que el jardín del chino estaba desierto y vacío de
habitantes, mientras que en el jardín del griego se veía una magnifica multitud
con vestidos bordados, penachos de plumas, joyas de oro y armas cinceladas. Y
toda aquella gente se movía, gesticulaba y se reconocía con regocijo.
Por
unanimidad, el griego fue declarado vencedor del concurso.”